El albatros, involuntariamente, casi forzado a ello podríamos decir, midió los valores de “c”. Pasado un tiempo, su labor científica —vamos a llamarla así — dio un inesperado fruto: pudo constatar que, con implacable regularidad, si el valor de aquélla comenzaba a disminuir, inmediatamente se encendía otra fuente que devolvía “c” a su valor anterior y restablecía el equilibrio. Concluyó entonces que debía existir siempre un valor constante de “c”. Enunció esta sencilla ley en términos más elegantes de la siguiente manera: el albatros vuela en un hiperplano a “c” constante y mayor que cero.